lunes, 20 de junio de 2016

Diario de un funerario: parte V - Ángela

Era una bochornosa tarde de verano, de estas de calor pegajoso con visos de tormenta inminente. Y también era mi segundo día trabajando en la funeraria, o el tercero. Bueno el caso es que allí estaba, a las puertas del cementerio de Pola Siero,  con mi  jefe, que no hacía sino maldecir por el calor, por los truenos lejanos, por la llave que no abría la puerta y hasta por su madre por haberlo traído al mundo.

-Cagon hasta en la ¡puuta! que…pario esta llave cooooño.

-Buf, vaya calor que hace- dije sofocado.

-Aaaaay hombre, pasa pacá – me mandó indiferente mientras abría la puerta chirriante.

-Paso- y entramos en el cementerio.




-A ver, mira atiende, esa chavaluca que ta ahí…ahí hombre coño…ye la enterraora, ta pa los entierros de parroquias fuera de Pola de Siero.

-Ah, y pa les de Pola Siero entonces…?- pregunté a mi jefe, que subía cansado la cuesta entre las tumbas formándosele una gran V de sudor en la camisa azul.

-Manolo, dijetelo ya, pa los entierros de aquí, Manolo.

-Manolo- repetí como un tonto.

-¡Moza! Ésta se llama Ángela, y ye de Mieres. Pero de bromes con lo de “tienes perru” nada eh? ¡Ángela!  -. Mi jefe me miraba muy serio, pareciéndome cómica la exageración de su advertencia - ni se te ocurran las bromas con ella, ¡Ángela, rediós, atiende!

La tía en cuestión, de espaldas a nosotros, estaba allí en lo alto del cementerio con un sucio mono azul dándole al laboreo de la pala. Cuando llegamos a su altura, clavó con brío la herramienta en un montón de tierra y empezó a quitarse los guantes.

Me cago en la creación, murmuré al verla cuando se giró hacia nosotros, pues no estaba yo sino contemplando el rostro femenino más extraño, y para mí más bello, que había visto en la vida.

Ciertamente muchos discreparían de mi impresión sobre aquella tía, señalando el toque andrógino que se insinuaba en alguna parte de su cara, pero a mí aquella faz de feroces ojos claros, palidez extrema con ojeras y pómulos marcados de tía macarra me cautivó.
 Me era tan inexplicablemente familiar…




-Esti ye el rapaz que acaba de empezar a trabajar con nosotros, Ángela…chst… cagon hasta en diez muyer, no fumes aquí…- la regañaba  tímidamente mi jefe, y ella, ignorándole por completo con el cigarro medio cayendo de sus labios, me tendió la mano.

La cabrona tenía una mano de hielo, muy fría. Más fría aún que la de los dos pobres desgraciados que yo había amortajado el día anterior en el sótano del velatorio. Ella sonrió veladamente al advertir mi sorpresa, y recogió su melena hacia atrás dejando despejada una frente blanquecina, manchada con polvo de tierra.






En estas que nos quedamos así, en incómodo silencio, la tormenta que barruntaba desde el cielo de Noreña produce un trueno bárbaro que retumba cavernoso por los vacíos pasillos de los nichos. Se levanta un fresco viento que remueve el aire caliente y las flores secas de los entierros de días pasados. Pasan cuatro, cinco segundos.

-Bueno… chavalín, espero que te lleves bien con esta fichaja, que estos enterraores vas tratar mucho con ellos, y dan mucho guerra – cortó el incómodo silencio mi jefe, intentando bromear nervioso. El esquema de jerarquía no iba mucho con aquella Ángela, y él lo sabía; maldita sea, pensé, es como si el jefe estuviera algo acojonado con ella.

-Seguro que nos llevaremos bien- contestó Ángela, al fin, con voz glaciar y relajada, apoyando las manos y la barbilla sobre el extremo de la pala, mirándome.

Y volví a fijarme en aquel rostro, y, de manera inexplicable, sentí una multitud de sensaciones diversas al mismo tiempo; algo así como la efervescencia de mil veranos de vino y festival, la libertad feroz de una interestatal norteamericana, el hormigueo nervioso de las primeras veces con las drogas, el ansia desatado de morder la vida como una inquietud hace mucho olvidada, el sobrecogimiento de acabar el instituto, el enrarecido presentimiento cuando entras en una mansión abandonada, en definitiva la maldita impresión de vivir en un genial sueño.

Ella me estaba apretando algún jodido botón en alguna parte perdida de mi subconsciente. Sus ojos se tornaron amarillos, con un brillo ambarino...No pareciera sino que el terror recorriera mi médula espinal como una mano juguetona un piano. Miedo y alegría bailaban por mi espinazo hasta lo más oscuro de mi psique. 



De repente nos corta a los tres el tono de un móvil, "She sells sanctuary". Qué oportuno. Lo cojo, y mientras hablo por él, y Ángela con mi jefe, intercambiamos miradas. Yo, miradas de fascinación; ella, miradas de "ya verás las cosas que te van a esperar aquí". 

         Podría decir que ahí empezó todo, que ahí comenzó todo el lío, conociéndola de aquella manera,  pero lo cierto era que yo ya llevaba años soñando con Ángela…

Guillermo M.A.

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Diario de un funerario, author : Guillermo M.A.